Escritoras y soledad

Escribir produce placer, pero también, y como cualquier otro tipo de pasión, puede envolver entre los monstruos. Me pregunto en qué telarañas se han visto atrapadas tantas escritoras, en qué vuelos de espuma soltaron sus cabellos para no volver... Si la soledad ataca a quien escribe, en el caso de las mujeres la palabra sale con dolor: un parto casi siempre hostil y clandestino, durante las horas robadas a la noche, en el silencio de la sala, en penumbra, como si se tratase de algún antiguo sortilegio. Se hace la magia, a pesar de todo: dormida su parte autoinculpadora, acallado su afán de perfeccionismo, las imágenes se sueltan como en una pantalla sin brillo que poco a poco empieza a despertar.
No todo es reluciente, pero en lo más profundo siempre hay una piedrita que el sol tiñe de plata, y los peces de colores salen de su escondite, nadan juntos por pura alegría, las barcas se mueven con la brisa y el calor del verano se deja sentir en el rostro que refleja el agua.
Escribir nos libera, relaja los músculos sagrados de la vìda, nos salva del espanto, pero también nos seduce, conduciéndonos al abismo. ¿Cuántas Pizarnik, Woolf, Lispector, Plath... hay en mí? Todas me suceden y me observan, a todas miro desde lejos. “No estamos solas, a pesar de todo”, me digo.
Y no sé de qué manera me reconforta.

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