La magia: mi lugar en el mundo

Releyendo un artículo de mi queridísimo Ray Bradbury en el que habla de su audacia de niño, de su capacidad de autoafirmación, con apenas ocho o nueve años, me pregunto por la mía propia, por aquello que perdí o dejé de lado cuando me empezaron a hacer creer que la vida debía ser de una única, sola, manera. Me he preguntado y a pesar de llevarlo dentro (porque ese tipo de cosas forman parte de nuestro ser y nunca mueren, simplemente las arrinconamos), me ha costado convertirlo en palabras: se trata de la magia. Y con esa palabra de nuevo todo ha cobrado sentido, la luz ha configurado los contornos de lo visto, lo sentido, de una manera diferente. Desde niña la magia ha significado acceder a una realidad más plena, más allá de lo que normalmente nos enseñan que tenemos que percibir. La magia era (y seguirá siendo) mi herramienta de trascendencia del mundo, el elemento que hacía posible abrir otras puertas, aventurarse en lo misterioso, extraerle todo el meollo a la vida... y sobre todo encontrar la belleza, allí donde otras miradas solo se quedan en la superficie. La magia ha sido mi mejor amiga, el lugar en el mundo, la forma de establecer enlaces conmigo misma y con los demás, especialmente con quienes como yo la viven.
No sé en qué momento de mi historia renuncié a ella, o la abandoné por aquellos relatos y modelos que al parecer tenía que acatar para ser aceptada. Y aquí es donde entra Bradbury, porque él supo hacer lo que yo no fui capaz, al menos en ese momento: volver a coleccionar sus historietas favoritas, volver a ser él. Tal vez hice algo parecido hasta la adolescencia, porque durante la infancia es mucho más fácil ser una misma, incluso aunque pierdas amistades. Seguramente, porque también las relaciones son mucho más sinceras y están basadas en las afinidades y en el acuerdo mutuo para jugar, relacionarse, divertirse... No se le pide a la otra persona que cambie: se la acepta o no, así de sencillo. Por supuesto, también es necesario que esto se dé a la inversa.
Y de pronto vas creciendo y la sociedad adulta va dictando sus pautas, te va adormeciendo en un sinfín de figuras grises que te van dictando por dónde debes ir, lo que debes mirar y cómo hacerlo. En algún lugar de mis papeles infantiles está escrito que yo nunca sería mayor, que nunca sería como esa gente... y creo que a pesar de todo, a pesar de creer que lo había hecho, no ha sido cierto: una parte de mí siempre se ha rebelado. Ha sido mayor el deseo. La prueba está en que vuelvo a la magia y me siento plena, repleta de mi ser. Y ahora nada ni nadie me va a convencer de lo contrario.
Dice Bradbury: "Yo estaba enamorado, por entonces, de los monstruos y los esqueletos y los circos y las ferias y los dinosaurios y, por último, de Marte, el Planeta Rojo. Con esos primitivos ladrillos he construido una vida y una carrera. Todo lo bueno de mi existencia me ha venido de mi duradero amor por esas cosas sorprendentes. En otras palabras, a mí los circos no me incomodaban. Le ocurre a algunos. Los circos son estridentes, vulgares, y al sol huelen mal. Hacia los catorce o quince años, mucha gente ya ha sido apartada de sus amores, de sus gustos antiguos e intuitivos, uno a uno, hasta que al llegar a la madurez no les queda nada de alegría, de garra, de entusiasmo, de sabor. Las críticas ajenas, y las propias, los han puesto incómodos. Cuando a las cinco de una oscura y fría mañana de verano llega el circo, y suena el organillo, en vez de levantarse y salir corriendo se remueven en sueños, y la vida pasa de largo. Yo sí que me levantaba y salía. A los nueve años aprendí que hacía bien y que todo el mundo se equivocaba." ("Borracho y a cargo de una bicicleta", Zen en el arte de escribir)

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