NO ME CABE LA MENOR DUDA

Un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción”
Simón Bolívar


No sé por qué en ese momento llegaron a mí las palabras de Simón Bolívar que Miguel Ángel me había enviado en un correo electrónico. Hacía tiempo que andaba dándole vueltas al asunto, desde aquellas conversaciones que Gloria y yo manteníamos los viernes en el bar del Ateneo, único sitio donde dos pobres estudiantes podíamos tomar algo sin vaciar del todo los bolsillos y sin que el camarero nos echara miradas de perro furtivo antes de echarnos del todo. Hubiera jurado que alguien me había hablado de esto mucho antes, pero no podría certificarlo, como tampoco se pueden certificar esas ideas que de pronto se unen en la cabeza como si de un encuentro casual se tratase: una introduce palabras en la mente y luego echan a caminar, tropezándose unas veces y descubriéndose otras. De esas confabulaciones amatorias surgen no pocos embarazos causales —también casuales— que, más que convertirse en infortunios del destino, provocan una especie de euforia momentánea, muchas veces inversamente proporcional a tales afanosos descubrimientos. Así, de mis idas y venidas en torno al tema del miedo y del poder habían nacido reflexiones nuevas, que no hacían más que complementar preguntas ya concebidas. ¿Era el miedo el fin último de esta sociedad? ¿Terminaríamos todos perteneciendo de motu propio a una comunidad sobrevigilada como la de 1984? ¿Era el “Gran Hermano” un mero pasatiempo televisivo?
Los acontecimientos derivados de las acciones del último gran empresario reelegido democráticamente como presidente por una parte de los italianos estaban confirmando lo que algunos escritores del siglo XX ya habían imaginado: que la literatura no sólo sobrepasa a la realidad, sino que se anticipa a ella. No mucho tiempo después de haberlo discutido con Gloria —quien entendía la obra de Orwell como fruto de una decepción para con un gobierno determinado, pero no como un vaticinio de inesperada realidad— la noticia de las cámaras de vigilancia en los centros educativos de Italia me produjo un escalofrío, exactamente idéntico al que produce esa inquietante casualidad que actúa para que tu coche haya salido cinco minutos antes o después del que tuvo el accidente, o la misma impresión que te dejan los sueños que de pronto se parecen tanto a la realidad, o los dèja-vu, la sensación de haber vivido una escena de tu vida en otro momento previo.
No podía creerlo, y días más tarde los periódicos apenas dijeron nada: el poder se había encargado de disfrazar el mensaje para informar de que su propuesta había sido sólo eso, mera posibilidad, y en cualquier caso sería una medida de avance para una sociedad con un índice de delincuencia tan alto, cada vez más insegurizada. ¿Pero quién vigila a quién? Con Gloria estábamos todos de acuerdo en que desde las escuelas se nos enseña a creer no ya en dios, ni siquiera en la ciencia: desde la más remota infancia estamos acostumbrados —por esa “Gran Costumbre” que tanto nos pesa— a dirigir nuestros más íntimos pensamientos y deseos —éstos, sobre todo— a un órgano (por llamarlo de alguna manera) superior que, a través de la denominación bastante vaga y confusa de “Ellos”, dirige la vida y el orden de todo el planeta. Efectivamente, son “Ellos” quienes crean insólitos juguetes, fantásticas películas, intempestivas modas que apenas duran un verano, alternativas de ocio tecnificado y, en general, modelos determinados de conducta y socialización especialmente valorados por las nuevas cadenas de televisión, como fórmulas indicadas para vivir en la infancia por siempre. “Ellos” siguen siendo los proveedores del gran banco mundial de la comercialización de la felicidad: los que prometen la salud perfecta, la juventud duradera, la futura inmortalidad o la tecnología que hará la vida más fácil —como si de todos modos no fuera difícil vivir. Es gracias a “Ellos” que existe la sociedad del bienestar —del bienpensar, como en la novela de Orwell— que por definición es infinita como la vida e inmortal como dios. Frente a actos de fe tan numerosamente acatados, no sorprende que sean “Ellos” quienes vengan a salvarnos, y en este punto Gloria no estaba de acuerdo, pero le bastaron sólo un par de minutos para darse cuenta: a cualquier integrante de esta sociedad le es inconcebible pensar en el fin de la misma, en su desmoronamiento. Podemos creer sin ningún tipo de duda que haya desaparecido la cultura griega o que el imperio romano se disolviera en su propio deseo imperialista, pero pocos habitantes del planeta son capaces de pensar que pueda suceder lo mismo con ésta. Tremenda aceptación conllevaría admitir que hemos vivido en una gran mentira, para recaer en los brazos de una burda mortalidad, tan parecida a la de la mosca con la que, además, compartimos parte del ADN.
Llegados a este punto, es muy fácil que surjan afirmaciones de autoengaño, puesto que el desarrollo siempre va hacia delante: “Ellos” seguro que tienen la alternativa y la sacarán aunque sea en el último momento, la sacarán. Como si fuese una pistola. Y aquí el más incrédulo, el más suspicaz se da de narices contra el suelo, de pronto se encuentra balbuceando el discurso contra el que tanto ha luchado, cayendo en la trampa por culpa del miedo, del tumultuoso miedo que acecha detrás de ciertas supuestas certezas, como creer que somos libres, sin ser conscientes aún de nuestra sórdida dependencia. Para Gloria la cosa era bastante sencilla: si no fueran “Ellos”, alguien habría, fuera de los cercos del poder, que buscara otra solución, porque aunque ya sabemos que esta sociedad no funciona demasiado bien y es más o menos injusta para muchos y terrible para otros, es la única que conocemos y por tanto, no sé por qué razón a todos de pronto nos da por empezar a querer salvarla, como si le tuviéramos un inmenso cariño. No hizo falta mucho tiempo para que Gloria se diera cuenta del silogismo de la falacia de un plan B, que iba desnudando una incómoda falta de costumbre, de la que cada uno sintiera ahora robada, como si el hecho de tomar el sol en un patio hubiese estado históricamente predeterminado.
Pero la cuestión principal no era ésa. La cuestión principal, y entonces volvía a las palabras de Bolívar, tenía que ver con la ignorancia: esa piedra de toque capaz de mover el mundo hacia un lado o hacia otro. Como tantas veces, una tímida luz se habría encendido a deshora, iluminando repentina y momentáneamente la maraña de sombras entretejidas entre las cuales el pensamiento se va fraguando, reconociendo entonces esos encuentros causales —y no tan casuales— de ideas que de pronto nos hacen saltar de la charca. Tal vez no habría hecho falta que Bolívar lo dijera, dado que su fuente es la razón —la francesa en este caso— y que, por definición, el ser humano está provisto de ella para superar su, por lo visto, mezquina condición de ser natural. Pero como el sentido común es el menos común de los sentidos (acertada frase de Ramón), cada tanto la humanidad echa mano de algún líder y/o intelectual (dado que a veces ambas cualidades no coinciden en la misma persona) para que le recuerde arengas del pasado, necesidades básicas del ánima y derechos esbozados en frases capaces de mover masas, hasta entonces adormecidas por el moho de las buenas costumbres y la sobrealimentación. El despertar de ese sueño sería crucial si no fuera, precisamente, por el hecho irremediable de haber estado tanto tiempo en los brazos de Orfeo. La ignorancia hace mella en los pueblos, creando vacíos de poder, dejando libres amplios campos donde los medios de comunicación educan e imponen opiniones, como si del sermón semanal se tratara. Las reflexiones de Gloria me hicieron volver sobre mis propios pasos, tal vez por no admitir, claramente por el miedo, que la libertad de expresión se estaba reduciendo —si acaso no había sido así desde un principio— a una forma de monólogo de las fuentes de poder hacia un público preparado para no emitir palabra alguna. ¿Existe ejemplo más claro que la televisión? Enseguida Gloria me recordó a Galeano: “Ya no es necesario que los fines justifiquen los medios. Ahora los medios, los medios masivos de comunicación, justifican los fines de un sistema de poder que impone sus valores en escala planetaria. El Ministerio de Educación del gobierno mundial está en pocas manos. Nunca tantos habían sido incomunicados por tan pocos”[1]
La cita me llevó de nuevo a Orwell, a las terribles consecuencias de un supuesto control de pensamiento a través de un lenguaje que tantas veces se nos presenta como neutral e inofensivo, incapaz de cambiar el mundo pero sospechoso de provocar revueltas, promover herejías y contrarrevoluciones. ¿Acaso no construimos desde el conocimiento? ¿Cómo aprehendemos el mundo, si no es a través del lenguaje? Para Gloria la respuesta era mucho más sencilla: el lenguaje es de los que mandan, y el personaje-niña que dice esto en un cuento de Peri Rossi tenía —tiene— toda la razón. La razón que ha creado la tecnología en su propio detrimento, en el de cientos, millones, de rostros felizmente sentados delante de las pantallas. No se había equivocado Cortázar animando a los niños a defenderse de unos padres cómplices del sistema depredador que los engulle, “a los papás que pontifican experiencia, / a las mamás que cosen botones con aire de martirio”[2]
El viernes me hubiera gustado compartir estos versos con Gloria —releer todo el texto, increíblemente lúcido, que podría parecer una apología al parricidio moderno— pero ha pasado mucho desde entonces, aunque el tiempo parezca no haber transcurrido y yo esté aquí sentada, con un poco de sed y de frío y de sospecha, en un Ministerio de la Verdad recientemente creado para salvaguardar la libertad de expresión y en donde todos los escritores cabemos. Sobre lo cual no me cabe la menor duda: la sala es lo suficientemente grande para ello.
[1] Eduardo Galeano, Patas arriba, p. 279.
[2] Julio Cortázar, “Aumenta la criminalidad infantil en los Estados Unidos”, La vuelta al día en ochenta mundos, Tomo I, p. 89.

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